Wednesday, July 14, 2010

ÚLTIMO DIA, El problema


Desde el momento en que pisé por primera vez el suelo africano aquel verano del 2008 hasta ahora mismo que sobrevuelo y abandono sus fronteras, he intentado continuamente responderme a este pregunta: ¿Cuál es la raíz del problema? Por supuesto esa pregunta ya rondaba antes por mi cabeza, pues no me refería solo a África, lo cual sería generalizar mucho (no toda África está igual, y los africanos, a pesar de la unión que forja el sufrimiento mutuo que padecen, son muy distintos incluso dentro de un mismo país) así como olvidar otros casos periféricos no menos relevantes (Asia, Latinoamérica, o los que conocemos como el cuarto mundo, los desgraciados de las sociedades avanzadas).

He estado tiempo, mucho tiempo buscando la respuesta y no la encontraba. La duda, la inexperiencia o el desconocimiento crean una ansiedad enorme. O te alienas o te vuelves loco, pero sobrevivir con la conciencia tranquila era, para mi, imposible.

Hoy creo haber encontrado la respuesta. Hoy es una de las pocas certezas que tengo en la vida.

Ha sido tan sencillo como mirarse al espejo. De repente, me he dado cuenta de que he estado mirando a través de un cristal todos estos años intentando ver qué había al otro lado, pero no podía por una sencilla razón: lo que tenía que hacer era separarme de ese cristal y darme cuenta de que enfrente no había más que un espejo. Al separarme, hoy, me he visto reflejado. Me he visto a mi mismo, he visto al ser humano, he comprendido cuál es su condición y he respondido a la pregunta por la cual el mal acampa en el mundo. La respuesta está en el individualismo.

El hombre es un ser social, lo que hace, lo hace en comunidad (en familia, en tribu, en clan, en sociedad…). En cuanto pierde la perspectiva del bienestar comunitario y del reparto de bienes de manera equitativa entre los miembros de un grupo surge el conflicto. También se puede dar el individualismo grupal, es decir, trabajamos para el bien de nuestra comunidad, pero perjudicamos a otra vecina (luchando con ella) o a otra futura (heredándole un ecosistema destrozado e insostenible).

Los recursos son limitados, cierto, pero lo que hay en este mundo es suficiente para que todos vivamos dignamente. Y no es así. ¿Por qué? Porque esos recursos están mal repartidos. Hay un desequilibrio ¿Y qué culpa tengo yo si no he hecho más que nacer en una sociedad avanzada? ¿Acaso es eso un delito? En el acto de nacer en una sociedad rica no hay culpa, pero ante el conocimiento de la desigualdad, la omisión de acción sí es una culpa. Porque el ser humano tiene la capacidad de arreglar esa desigualdad, en la medida en que su posición en la sociedad se lo permita. Cada uno tiene la posibilidad de hacerlo en su círculo, yo con mi entorno local y el político en su entorno global, desde lo más íntimo, una relación de pareja, hasta lo más amplio, las relaciones internacionales.

Pero no es fácil, significa una lucha continua contra ese instinto egoísta. Significa sacrificar el bienestar rápido y personal por otro más lento y grupal. Es difícil, si. Es una lucha diaria, si. Pero el resultado es un reparto equitativo y justo. Porque en cuanto pierdo la perspectiva del bienestar del grupo y sólo busco el mío empieza un problema que puede ser muy pequeño (lucho por la mejor butaca) o muy grande (lucho por el dominio de una tierra), pero la raíz del problema es la misma: el egoísmo, la búsqueda del placer para uno mismo, el individualismo.

Y las sociedades avanzadas contemporáneas promueven ese individualismo como progreso y avance de la Sociedad del Bienestar, cuando lo cierto es que eso provoca la destrucción de la propia sociedad y por tanto, paradójicamente, del individuo.

Lo sé porque lo he experimentado, porque lo he vivido en mis carnes. No es mi intención sermonear, dar pena, colgarme medallitas o buscar un hombro sobre el que llorar mis amarguras. Mi intención es no faltar a la verdad, decir lo que pienso, buscar las razones, exponer mis argumentos, preguntarme y responder en la medida de lo posible. Y lo hago escribiendo por la sencilla razón de que es la única forma en que se hacerlo. En este mundo hay quien tiene la capacidad de hablar en público, otros de hacerlo en una conversación privada, y hay quien se expresa por medio de la palabra escrita. Ese es mi medio y así lo expreso.

DIA 21, El traductor


Hoy, como en la mayoría de los días previos, salí un poco escéptico ante la perspectiva de la ciudad a la que me enfrentaba: Lilongwe. Había pasado por aquí en contadas ocasiones, siempre para hacer algún recado, una compra, una conexión a Internet… siempre de paso. Al contrario que Blantyre, que tiene un centro urbano bastante compacto y abarcable, Lilongwe en cambio,es una ciudad que no se puede conocer a pie. La experiencia en Blantyre me enseñó que en la ciudad me es más difícil trabajar que en el campo, donde las reacciones de la gente suelen ser más abiertas y cordiales. En estos sitios, el individualismo, el estrés y el comercio urbano se han apoderado de sus ciudadanos.

Los primeros minutos son siempre difíciles. Sales de hotel, empiezas a andar y piensas, “¿Ahora qué? ¿Adonde voy? ¿A quién entrevisto?” Y como no sabes muy a donde ir haces tiempo tomando un café en la calle y comprando el periódico. Lo lees, paseas y llegas a tu objetivo, si es que tienes un objetivo. Yo por suerte lo tenía. En Lilongwe hay dos centros urbanos: el más nuevo es el city centre, una zona llena de oficinas, embajadas, bancos, organismos internacionales y el nuevo parlamento, construido, como no, por los chinos; el segundo es old city, una zona mucho más viva y, a mi juicio, más interesante, pues al tener un mercado, hostales, restaurantes, puestos y comercios callejeros, la probabilidad de poder hablar con alguien es mayor. Ese era mi objetivo.

Como no tenía muy claro por donde empezar, utilicé la táctica de la evasión. Bajé un momento al río que atravesaba la ciudad para echar un vistazo. Había unos chavales semidesnudos bañándose y lavando la ropa y empezaron a bromear conmigo, o a reírse de mí, no lo tengo muy claro. Ipsofacto, bajó un hombre y me susurró algo al oído “Leave this place ok? These guys here are just thieves, you know?” Así que aquel ángel de la guarda me escoltó hasta la salida del río y se despidió rápidamente de mí. Hacia tres años este hombre de treinta y tantos años fue el funeral de su padre y cuando volvió vio se encontró en la calle por haber faltado unos días, así que desde entonces se pasea por la ciudad en busca de cualquier oficio en cualquier parte para llevar algo de dinero o comida a casa. Cuando se alejaba en la distancia, la duda, aquella compañera de viaje de la que nunca consigo desprenderme, se apoderó de mí ante las palabras que iba a pronunciar: “Wait!”, le dije. El tipo dio media vuelta y aceptó encantado la oferta que le hice: “No busques más, ya has encontrado tu trabajo. Vente conmigo”. Así que lo contraté como traductor.

Fue una gran idea y sólo ahora he comprendido el tiempo que he perdido en los días anteriores. La verdad que mi bolsillo no estaba como para pagar a un traductor diario, pero en algunas zonas lo hubiera agradecido. Aquí, en Lilongwe y en el mercado, que es al punto donde me dirigía, no podría haber hecho la mitad de las entrevistas si él no hubiera estado conmigo, pues aunque la mayoría habla o chapurrea el inglés, hay quien sólo sabe chichewa, y esa era la gente a la que precisamente quería entrevistar. Primero le hice la entrevista a él, para que supiera de qué iba la cosa; Luego lo dejé todo de su mano, pues veía que le hacían más caso a él que a mí. Su función era presentarme, decirle a qué había venido y traducir la entrevista, y luego ayudarme con el flash. Sorprendentemente, todo el mundo aceptaba. Así que fue el día más productivo desde que llegué a Malawi: 8 entrevistas entre las 8 de la mañana y las 5 de la tarde, con una pausa de 1 hora y media para comer junto a mi nuevo amigo.

A medida que las entrevistas han ido evolucionando las preguntas también lo han hecho. Mantengo siempre las mismas preguntas, pero también siempre añado otras nuevas. Siempre hay una pregunta clave. Cuando la persona está hablando o yo leyendo lo que he escrito tengo que pensar a la velocidad del rayo qué es lo más interesante que esta persona me puede contar: una anciana me da una cosa, un jefe de poblado otra, una mujer periodista otra, un joven recién casado otra… Últimamente focalizaba la entrevista en el tema de los chinos y los indios, que tienen tomado el país. Quería saber qué opinaban ellos de esto que yo consideraba toda una invasión cultural.

Desde que entras en el aeropuerto de Malawi y lees “Invest in Malawi!” y luego cuando paseas por sus calles y ves el tipo de gente que hay, comprendes que la clave del desarrollo que el país está experimentando en los últimos años se debe a la política de hermanamiento que tienen con algunos países. “Invierte aquí”, es su lema. Saben que necesitan ayudan y no tienen ninguna vergüenza en pedirla. Igual que la mayoría de los jóvenes que he conocido me ha pedido que le pague los estudios, o igual que al final de cada entrevista el entrevistado me ha pedido una ayuda económica para la familia, el gobierno de Malawi a su vez pide a los EEUU, a China, a India y a muchos más países, y lo hace de muy diversas formas: con donaciones, inversiones, colaboraciones… El nuevo parlamento lo han construido los chinos. La autopista los japoneses. Los antiretrovirales se pagan con dinero americano. Los comercios los llevan los indios. Cuando haces una entrevista y empiezas a indagar te das cuenta de que el último responsable de la empresa en la que el tipo trabaja es indio o chino. Al final los jefes son de fuera, los empleados de dentro. Así lo quiere Malawi, pues que así sea.
Esa es la postura de Malawi. Antes que decir: “Nosotros levantaremos el país” prefieren: “Ayudadnos a levantarlo”. Pero, a mi juicio, el problema es que esa ayuda se puede convertir en un problema tanto de dependencia económica como de conflicto cultural. Insistí en que me contaran sus experiencias con esos jefes indios y chinos, porque había visto en uno de los hoteles un trato al personal un tanto irregular. Y ellos, los malawianos, me lo confirmaron, pero con la boca pequeña. Tienen miedo de decir lo que piensan no vaya a ser que se vaya el que le está dando trabajo y dinero, pero la realidad es que el trato con ellos según me han contado está siendo injusto. Aparte de lo interminable de las jornadas y la escasez de descansos, dietas y demás complementos que aquí son un sueño, pongamos el caso que me contaron ayer: un jefe y su cuadrilla paga a un malawiano para que le busque una chica a la cual poder beneficiarse. Por supuesto, en el pago está incluido que el malawiano se cerciore de que la chica no está infectada de sida, para lo cual no cabe otra posibildiad que acostarse con ella. Cuando está seguro de que está limpia, al cabo de un tiempo avisa a su jefe y le da el visto bueno para que él y su cuadrilla se la beneficien hasta que se cansan de ella y busquen a otra. Así que tenemos, primero, una mujer doblemente prostituida para poder alimentar a su familia; segundo: una persona de Malawi obligada a acostarse con una mujer con las consabidas consecuencias: infidelidad y posible infección del sida; tercero, toda una red oculta de prostitución favorecida por aquellos que han venido a invertir en el país, porque claro, también ellos tienen derecho a echar un buen rato.

Así que ese el panorama.

Pero como Malawi no deja de ser un país pobre que necesita ayuda pues tiene que pagar un tributo al César. No es mi intención cambiar la historia del pueblo de Malawi, ni quiero manchar la buena figura de aquellos que verdaderamente hayan venido a contribuir al desarrollo del país con sus negocios, simplemente narro historias que a mi me narran. Sólo casos. No seré yo el que diga si la presencia de estos individuos favorece o perjudica al país. Para eso hace falta valorar muchos datos (no sólo económicos) de los que no dispongo. Mi función se limita a contar la historia por la que atraviesa su gente en estos días. Ellos son los que tienen toman la decisión sobre el futuro de su país.

Friday, July 9, 2010

DIA 20. Sorpresas


A las 7 de la mañana estaba plantado en la redacción del “The Nation” esperando a que llegara Rebeca, la periodista con la que tenía la última cita en Blantyre. La verdad es que cuando me desperté me dio muchísima pereza la idea de recorrerme media ciudad a pie para una sola entrevista, teniendo en cuenta que ya había hecho una a otro periodista el día anterior. Reflexionando, me pareció descortés no presentarme a la cita. Como suele pasar en la mayoría de las ocasiones en las que he dudado si acudir o no a un encuentro (por diversos motivos), el esfuerzo mereció la pena.

Rebeca era tal y como me la había imaginado. A las 7:30 en punto apareció por la puerta una chica guapísima, de esbelta figura, alta y vestida de manera informal pero a la vez elegante. Era ella. Procedía de una familia acomodada, cuyos padres les habían podido costear los estudios universitarios a ella y a sus cuatro hermanos. Como era de esperar, a sus 27 años no estaba casada ni tenía niños. Todo un clásico en Europa, considerando su profesión. Toda una excepción en Malawi, considerando su edad.

Sus formas me cautivaron. Era una perfecta conjunción de la belleza e intelecto africano. Sin duda pertenecía a la élite del país. Su discurso era pausado, coherente e interesante. Por supuesto centramos la entrevista en asuntos como el rol de la mujer en la sociedad de Malawi (ella era un ejemplo del cambio) y en el proceso de aculturación que se está produciendo en el país (también ella era un claro ejemplo de ese proceso). La entrevista duró poco, una media hora, pero fue suficiente como para, uno, llevarme un material interesante, y dos, caer profundamente enamorado. Ya que pedirle matrimonio en su oficina me pareció precipitado y poco galán, me limité a agradecerle el tiempo prestado, despedirme y coger el autobús a Lilongwe.

Esta vez, sin embargo, preferí coger un autobús de verdad. De hecho, se parecía bastante a los nuestros (me atrevería a decir que estos autobuses vienen directamente de países desarrollados una vez que dejan de servirnos). Pero, como ya advertí en su momento, los autobuses en esta parte del mundo no salen a una hora prefijada, sino, sencillamente, cuando se llena el aforo. Así que tras la hora y media de espera emprendimos un recorrido que nos ocuparía seis horas para hacer cerca de 300 km.

Nada más arrancar ocurrió un hecho insólito. Un hombre se levantó de su asiento, se colocó a mitad de pasillo, es decir, justo a mi lado, y empezó a chillar de una forma escandalosa. Excepto un tipo que leía tranquilamente el periódico y yo, que miraba asombrado la escena, todo el autobús agachó la cabeza y cerró los ojos. El tipo prosiguió con su griterío. Era muy joven, de mi edad o incluso menor, llevaba chaqueta y olía muy bien. Sin duda le hablaba al autobús, pero no dirigía la mirada directamente a nadie, más bien al techo, al cielo. Llevaba un libro en la mano. Lo tenía abierto y creí ver que leía algunas frases en él. Al minuto dijo la única palabra que pude reconocer en toda su perorata: “Amén”. Y todo el autobús respondió al unísono, abriendo los ojos y dedicándose ya cada uno a sus tareas. Así que, supuse, este tipo de Biblia en mano ha rezado para que nos vaya bien en el viaje… ¡Qué simpático! Torcí mi cabeza dispuesto a dormir, leer o hacer algo de provecho en el largo trayecto que nos esperaba. Pero antes de siquiera darme cuenta, comprendí que lo que tipo había hecho no era más que la introducción a su sermón, a su discurso, a la predicación o lo que quiera que fuese lo que estuvo diciendo durante la hora y media siguiente. El tipo no hablaba, insisto, chillaba como lo hacen los pastores de las iglesias protestantes con micrófono en mano ante la radiante multitud congregada. Con la sola diferencia de que no estábamos en su Iglesia sino en un autobús público. ¡Cómo chillaba Dios mío! Físicamente, me dolían los oídos y me daban escalofríos sólo de pensar el daño que ese hombre les hacía a sus propias cuerdas vocales. No sé cómo, pero le cogí el ritmo a su predicación y conseguí conciliar el sueño.

A pesar del tiempo que lleva uno aquí (que tampoco es mucho), no deja de sorprenderse de algunas cosas: que a mitad de trayecto suban mujeres con niños a cuestas y nadie, absolutamente nadie se levante a ofrecerle el sitio. Que luego entre un hombre ciego y nadie, absolutamente nadie le ceda el sitio. Que de repente se escuche una gallina cacarear. Que en cada pueblo que parábamos una multitud de aldeanos descalzos empezasen a aporrear (literalmente, aporrear) el autobús para llamar nuestra atención y vendernos algo por las ventanillas (de nuestro paso por allí dependía su jornal). Que a mitad de camino el autobús entero se tuviera que bajar para una inspección de seguridad. Que un tipo te pida el periódico y empiecen a pasárselo entre ellos y no te lo devuelvan hasta que lo ha leído todo, absolutamente todo el autobús (¡hombre, hay que aprovecharlo!)… En fin, que fueron seis horas bastante entretenidas en las que no pude tomar ni una foto porque literalmente sacar la cámara de la maleta era toda una odisea por la cantidad de gente que había por el pasillo, tanto sentada, de pie, como recostada en el suelo.

Llegué a Lilongwe y, como le había cogido el gusto al económico precio de los dormitorios, me instalé en otro parecido, esta vez ocupado sólo por americanas. Al entrar en la habitación y verlas allí, les pregunté:

“¿Peace Corps Volunteers?”

“Yeah” Dijo una de ellas.

“¡Dios mío!”, pensé, “¡Esta gente ha tomado el país!”

DIA 19. Colegas



Decía Kapuscinski, aquel famoso periodista polaco que se recorrió África de norte a sur, de este a oeste, que obtenía más información en una hora en la redacción de un periódico que durante una semana allí afuera. Bueno, tengo mis dudas, porque el contacto con la gente en la calle es algo vital; aún así, quería cerciorarme de ello. Así que me dirigí a la sede de uno de los periódicos nacionales, cuyas oficinas estaban en la ciudad en la que me encontraba en ese momento.

Previamente hice una llamada al Daily Times, les conté la película y dijeron que me pasara por la oficina, hacia donde me dirigí ipso facto. Como el editor al que quería ver había salido a comer, aproveché yo también para ir a la cafetería, un lugar siempre a tener en cuenta si quieres conocer gente. Antes si quiera de planearlo estaba ya sentado junto a dos periodistas, hablando de ellos, hablando de mí, hablando de Malawi… justo lo que buscaba.

Yo pedí nsima con pollo, ellos arroz con carne. Así que, paradójicamente, la escena acabó en un intercambio de papeles, los africanos comiendo con tenedor y el europeo comiendo con las manos. Según lo que comes, lo haces de una forma u otra. Y como pedí nsima, pues ahí estaba yo, con mi palangana de agua (comer con las manos no quiere decir no ser higiénicos), con mi masa de harina tan insípida como siempre, y charlando con mi colegas de profesión.

Al terminar subimos a la redacción, hablé con la editora, que me autorizó para la entrevista y estuve un rato charlando con el periodista que menos ocupado estaba en ese momento. La historia del regador regado. Un periodista entrevistado por alguien que ni siquiera es periodista. Fue útil y recopilé información bastante interesante, pero ¿más que una semana en la calle? Aún no lo tengo tan claro. Al terminar, salí por la puerta principal con el propósito de irme a casa cuando me percaté de un letrero que no había visto antes: “The Nation Newspaper”. Así que los dos principales periódicos de Malawi estaban en la misma manzana de la misma ciudad. Pues nada, decidí matar dos pájaros de un tiro. Entré, les conté la película otra vez, y no se si por cortesía o por error, me condujeron a la oficina del director del periódico. Tras dos largas horas de espera, el director se excusó por la espera y me hizo pasar a su despacho. Al principio bromeó acerca del partido de España y el pase a la final del mundial de fútbol, y luego apoyó los codos en su enorme escritorio, me miró a los ojos y me dijo: “So, what do you want?”.

La verdad que me quedé blanco porque no sabía que decirle. No había preparado nada. Lo cierto es que estaba tan cansado que las cerca de dos horas que estuve esperando las pasé durmiendo en una silla como buenamente pude. Yo simplemente quería echar un vistazo a las instalaciones y quizá entrevistar a alguien, pero a la secretaria no se le ocurre otra cosa que presentarme al director del periódico. Así que me vi en frente de esta ocupadísima figura que me mira a los ojos impaciente y me pregunta qué es lo que quiero. Entonces vino a mi cabeza una idea, pues al fin y al cabo el trabajo que estoy haciendo, si es interesante para alguien, sin duda es para los malawianos, para sus políticos, para su pueblo… ¿Por qué no ofrecerle el trabajo en bandeja para que lo publique en su periódico? Yo no le pediría nada a cambio, él tendría un trabajo ya hecho listo para publicar y todos tan contentos. Si lo que aquí estoy contando fuera una historia de ficción, si fuera un cuento, diría que se lo dije y aceptó encantado. Pero la realidad es otra. Y como lo que escribo se basa en hechos reales sólo puedo decir que permanecí inmóvil, temblando y sin saber muy bien que decirle a este personaje que tenía enfrente (el tamaño de la mesa, el tiempo que te hace esperar, el letrero en la puerta que dice el puesto que ocupa… todo eso te influye enormemente). Reaccioné lo más rápido que pude y le pregunté si tenía alguna periodista trabajando en plantilla (sabía, porque venía del Daily Times y las había visto, que seguro que tenía más de una). Me dijo que sí y que si estaba interesado en hablar con una. Le hablé de mi proyecto y me concedió una entrevista con una tal Rebeca. Pero ya que tal chica estaba demasiado ocupada preparando la edición del viernes, quedamos a las 7:30 del día siguiente.

Cuando volví al albergue la habitación había sido invadida por nuevos inquilinos, como no, americanos y de los Peace Corps Volunteers. Al parecer habían tenido el tiempo suficiente para desplegar todo su arsenal: patatas, fritos variados, cervezas, marihuana, poker… en fin, marcando territorio. Es en momentos como estos, cuando te ves rodeados por angloparlantes, cuando de verdad te alegras de haber empleado un año de tu vida en aprender inglés. Es también cuando te lamentas de no ser bilingüe. Te comunicas y lo agradeces. Pero te falta un punto.

Siento que me llama Lilongwe, la capital. Creo que es hora de acudir a mi último destino.

DIA 18. Estados de ánimo


La llegada a Blantyre fue un poco caótica. Al ser éste el centro económico de Malawi aquí se mueve bastante dinero y me costó bastante encontrar una habitación por un precio asequible. El hotel al que fui estaba ocupado por unos voluntarios americanos y como ya me quedaban pocos recursos económicos decidí andar en vez de coger un taxi o un autobús. Cuando algo puede salir mal, saldrá mal: no encuentras sitio para dormir, no conoces la ciudad, el peso del equipaje te puede, crees que la gente te mira como a un extraño (bueno, de hecho lo soy…), empiezas a pasar calor, todo parece ir en contra tuya… hasta que todo se soluciona. Entras en un restaurante barato para picar algo y descansar un minuto y resulta que el restaurante es también un albergue donde hay dormitorios comunes por tres euros la noche. Así que ahora mismo estoy en uno de esos dormitorios. El lugar lo regentan, como no podía ser de otra manera, unos indios (los indios y los chinos, la revolución silenciosa). Es una habitación donde hay 6 camas. Aquí dormimos, aparte de un servidor, dos voluntarios de los Peace Corps de los EEUU, un mochilero que se está recorriendo Sudáfrica de este a oeste, y un misterioso, taciturno y educado asiático. Hablando con este tipo de gente es cuando te das cuenta de la soltura con la que se mueve algunos por el mundo. Lo que para mi es una novedad y la escribo en un blog como algo auténtico y único, para ellos es el pan de cada día desde que abandonaron el hogar a los 18 años.

Así que tras la vuelta de reconocimiento de ayer tenía mi plan marcado para hoy: “No voy a tener piedad conmigo mismo. Las agujetas me pueden. La vergüenza me puede. La pereza me puede. Pero, una vez que sale la primera entrevista, el resto suele venir de corrido”. Así que salí cargado de energía a las siete de la mañana a recorrerme la ciudad.

En tres semanas que llevo aquí, sólo una persona me ha dicho que no quería ser entrevistada. Hoy, en unos minutos me lo han dicho cerca de diez. Empezamos mal. No conseguía cogerle el punto a la ciudad, era demasiado comercial, demasiado urbana, demasiado europea. Estaba fuera de juego. Pero no desesperé, quedaban aún muchas horas de luz y pocos días de trabajo. Tenía que rendir, tenia que trabajar, seguir intentándolo…

Lo mejor que te puede pasar en estos casos es que se te arrime un lugareño. Te va a contar cosas, te va a traducir, te va a presentar a la gente… Normalmente acabará pidiéndote algo, pero el tiempo que va a emplear contiguo lo merece. Así que en cuanto el primero de los mercaderes empezó a seguirme olvidando por completo su tienda y sus quehaceres no dudé en mantenerlo a mi lado hasta que hice unas cuantas entrevistas. Porque con él salieron muchas entrevistas… Uno, otro, otra… Desde chicas de mi edad que vendían ropa y cosméticos, a madres que sostenían a sus familias vendiendo plátanos durante semanas haciendo noche en el mismo suelo del mercado, pasando por una exótica entrevista en un hotel de lujo con unos vendedores de seguros (aunque he de admitir que en este caso no sé cual de las dos partes era la más interesada, pues también ellos querían ofrecerme algo).

¿Y cómo sale una entrevista?

A veces salen solas, a veces las buscas, a veces son fruto de la casualidad, otras de la causalidad. Lo importante es estar siempre atento, estar dispuesto, no dejar escapar la oportunidad nunca. No dudar. Si ves la más mínima posibilidad de que alguien te puede dar un material incesante: atento; pégate a él; habla de tu proyecto, quizás no directamente, pero sí antes de que se vaya. Prueba distintas técnicas; mira cuál funciona mejor; explótala. Cada ciudad tienes sus reglas. Cada pueblo tiene unos ritos. Conócelos. Adáptate. Convive (Con-vive). Habla como ellos. Practica su lengua. Lee el periódico. Conoce sus quehaceres, sus affaires. Y entonces, una entrevista es lo último de lo que te vas a preocupar, porque se habrá creado una relación entre tú y el lugar, entre tú y ellos, lo suficientemente relevante como para que te empiece a importar, como para que en cierto modo tú le empieces a importar de algún modo a ellos. Y que te salga una entrevista una vez creado ese vínculo es lo menos que va a ocurrir. ¿Lo que más? Una charla agradable, un rato de conversación sincera, o quizá, quien sabe, incluso una amistad transoceánica.

Si no sale así, me digo a mi mismo, algo va mal. No es el producto que quiero.

DIA 17. A las 7 de la tarde.



7.00 pm. 16 de Julio de 2006.

Llegué a casa de trabajar e eso de las seis de la tarde. Al poco rató me reuní junto a los miembros de mi familia, para hacer la oración que a esa hora correspondía según nuestra costumbre. De repente, una luz cegadora inundó la casa. Dos escaleras descendieron del cielo justo en la habitación en la que rezábamos. De la nada, se alzó una voz que dijo: “Mc Donald, quiero que seas mi siervo”. “Heme aquí”, le dije. Cuando me di cuenta, me encontraba arrodillado delante de una blanca y cegadora silla enorme. Debido a la cantidad de luz, no conseguí ver nítidamente quien era Él. La voz que venía de aquella misteriosa silla, de ese trono celestial, me dijo de nuevo: “Mc Donald, quiero que seas mi siervo. Voy a decirte algo para que cuando vuelvas a casa se lo digas a la gente”. Entonces la voz llamó a dos seres a los que yo identifiqué como ángeles, pues el resplandor que emanaban de sus cuerpos me hizo pensar tal cosa. Estos ángeles me mostraron dos caminos: uno, muy atractivo, dirigía al Infierno; el otro, un camino más incomodo y estrecho, dirigía al Cielo. “Anúnciaselo a las gentes”. A la 1:23 volví a ver a mi familia alrededor mía. Durante esas seis horas no pude ver absolutamente nada en mi habitación más que lo que acabo de describir.

Esta es la historia de Mc Donald Chisoni, fundador de la “Family of God”, una de las infinitas facciones de la Iglesia protestante. Teníamos una entrevista a las 8 de la mañana. Llegó a las 8:30. Me llevó a su iglesia (aún en construcción y suficientemente grande como para albergar a su más de 400 miembros) y me contó su experiencia sobre el día en que volvió a nacer. Aquel 16 de Julio de 2006 a las 7 de la tarde.
Una de las cosas que más me llamó la atención el año que estuve viviendo en los EEUU fue la cantidad de confesiones religiosas que había. “You name it”, me solían decir. Tienes un nombre, tienes una iglesia. En Malawi hay algo parecido. La libertad de religión es absoluta y lo he notado en las entrevistas. Me he topado con adventistas, pentecostales, presbiteranos, anglicanos, católicos, musulmanes... Tenía ganas de hablar con uno de los representantes de estos grupos religiosos. Y sin quererlo, he dado con el mismo fundador de uno de ellos. Ha sido, sin duda, uno de los muchos premios del ascenso de ayer a la montaña, pues tras hacerle ayer la entrevista a parte del personal del hotel, uno me dio la referencia del pastor Mc Donald. Ha sido todo un privilegio poder hablar con él porque he podido saber de primera mano cómo nacen estos grupos.

Mc Donald pertenecía a los pentecostales y como buen cristiano rezaba a diario. Un día, sintió la llamada y fundó su propia iglesia. “Todo empieza rezando”, me insiste. “No se trata de querer fundar nada, de reunir gente para sermonear. No. Se trata de rezar juntos”.
Sabiendo como sabía él (porque se lo dije) lo interesado que estaba yo por saber cómo eran las relaciones entre las diferentes confesiones religiosas de Malawi, me insiste (igual que lo han hecho otros muchos antes) que la conexión es muy buena, la convivencia es posible y que “de hecho tenemos muchos amigos de otras iglesias”.

Así que me despedí de aquel hombre y cogí mi autobús a Blantyre. Éramos 25 en la Toyota Hiace (como ya dije en su día, estas furgonetillas oficialmente son de 15 plazas). Cuando se para el la gasolinera, no se llena el depósito que está vacío, no; se echan entre uno y cinco litros, lo suficiente como para llegar al próximo destino, y allí con el dinero recaudado volver a recargar. ¿A quién se le ocurre alimentar al coche antes que alimentarse a uno mismo? Durante el trayecto pensé que sería cabal escribir el testamento en mi libretita de notas que siempre llevo en el bolsillo de mi camisa (tampoco es que tenga mucho que ofrecer, pero bueno, por lo menos un saludito a la familia y a los amigos antes de irme al otro barrio). Y es que la relación entre la velocidad que llevaba el conductor y la antigüedad del vehículo me hicieron temer lo peor. Todo con tal de hacer más viajes y sacar un poco de más dinero. De todas formas, si hubiéramos volcado, probablemente no habría pasado nada. Cada uno de los 25 habría permanecido en su posición porque ahí no había quien moviera a nadie. Desde luego fue un paseo muy entretenido.

Por fin llegué a Blantyre, el centro comercial de Malawi, el asentamiento más antiguo del país, el primer centro urbano de toda África del sur, fundado en 1876 por los misioneros de la Iglesia de Escocia. Luego llegaría al país el famoso explorador y misionero escocés David Livingstone, para traer la civilización y el Cristianismo a una zona del mundo dominada por los árabes mercaderes de esclavos. Cuando Livingstone vio el lago, preguntó: “¿Esto que es?” Los lugareños respondieron: “Nyasa” (es decir, lago o agua, en su lengua). Así que lo llamó Lago Nyasa, y a su tierra Nyasalandia. Muchos años más tarde y un día tal como hoy, el 6 de Julio de 1964, el país se independizaba de Inglaterra y pasaba a llamarse Malawi, que significa llamarada de fuego, por aquello del reflejo del sol y las estrellas en el lago. La bandera, de tres franjas horizontales negra, roja y verde, simbolizan la raza negra de su pueblo, la sangre derramada por los mártires, y la naturaleza de la que depende la economía del país, eminentemente agrícola.

Por eso hoy están de fiesta. Es el día de la Independencia. Tras conseguirla, el país estuvo durante cuarenta años bajo el poder de Kamuzu Banda. Fue una dictadura, o una dictablanda, como se quiera, porque lo cierto es que contra todo pronóstico, siendo el único país de África junto a Costa de Marfil con ningún recurso mineral que ofrecerle al mundo, se desarrolló milagrosamente. Fue un régimen dictatorial, sí, pero creció económicamente, había seguridad en las calles y en cierto modo era querido por la gente a pesar de la pobreza de la que intentaban salir. Las estatuas de Kamuzu Banda en Malawi no son retiradas. Permanecen donde estaban desde el primer día, y es que a pesar de sus excentricidades (como prohibiciones en la forma de vestir y cosas por el estilo) la gente guarda un buen recuerdo de él.

Ya en 1992, los obispos católicos redactaron una carta condenando el régimen. En poco tiempo la carta se haría famosa y sería el aliciente del cambio para la democracia, que llegó a Malawi en forma de elecciones en 1994.

Una de las constantes en todas, absolutamente en todas las entrevistas, ha sido la aprobación del actual presidente, un economista que está liderando el progreso de Malawi tras unos años de oscuro inicio democrático por culpa de algún que otro caso de corrupción. Hoy, en el 46 aniversario de la independencia, los periódicos enumeran las hazañas del mandato de Bingo Mutharika, el presidente actual, que ha conseguido que Malawi sea uno de los países que más ha crecido en los últimos años no solo en África, sino en todo el mundo. Sin perder la perspectiva de donde se encuentra: el país cuenta con un educación primaria y un sistema sanitario ambos totalmente gratuitos (con acceso a medicinas para el sida y la malaria); se están mejorando las carreteras (que son el eje del progreso del país, al reducir los costes del transporte del comercio), se está incentivando el pequeño negocio, ha habido un programa de apoyo a la agricultura que ha dado como resultado una producción de maíz con resultados excelentes de superávit… Aún así, hay algunas deficiencias notables, como la excesiva dependencia de la ayuda humanitaria y de un producto con demasiadas prohibiciones internacionales: el tabaco; además aún está pendiente la ampliación de la educación gratuita al grado secundario y la facilitación de los estudios universitarios, la mejora de los servicios sociales (sobre todo el sanitario, que aunque gratuito, aún es deficiente), así como la mejora del sector industrial. En cierto sentido y como muchos de los países africanos, Malawi, a pesar de ser independiente políticamente, económicamente es todavía un país esclavo de la dependencia.

Son esas las cosas de las que hablo con los malawianos en las entrevistas. Les pregunto qué se ha hecho bien, qué se ha hecho mal, qué echan en falta, su opinión sobre tal o cual tema… El hecho de que a un aldeano perdido en la montaña (o a un abandonado urbanita, da igual) le venga un periodista de la otra punta del mundo a preguntarle su punto de vista sobre estos aspectos y luego le haga un retrato, en cierto modo le hace sentirse importante: “¿Por qué, de entre los más de diez millones de malawianos que hay, por qué ha venido este periodista a hablar conmigo? ¡Por supuesto que te concedo la entrevista, el retrato, el teléfono y lo que quieras!”.

Cuando acabamos, me siento contento y privilegiado por haber podido inducir de alguna forma ese rato de entretenida charla sincera, simple y a la vez solemne que ambos hemos compartido. Si no lo siento, es que la entrevista no ha sido natural, es que algo ha ido mal, es que quizás ha sido demasiado forzada… Entonces me voy preocupado y triste por haberle, de algún modo, usurpado su intimidad.

DIA 16. El ascenso


Son las 10 de la mañana. En estos momentos me encuentro a unos 2000 metros sobre el nivel del mar, en el restaurante de uno de los hoteles más lujosos de Malawi, con un ventanal inmenso que me proporciona una vista impresionante de uno de los puntos más altos del país. Lo máximo a lo que alcanza mi presupuesto: una botella de agua, de plástico. Lo suficiente para tener el derecho a sentarme aquí y descansar un rato. Acabo de coronar la cima del Zomba Plateu. Por lo que se refiere a la subida, ha sido un infierno.

A las seis de la mañana sonó el despertador, es decir, el almuédano (o la cinta grabada por el almuédano) llamando a la oración desde la mezquita. El alboroto que se escuchaba en el motel a esa hora ya era de órdago. Idas y venidas, gritos, despertares, coches y camiones, tacones en el pasillo, duchas… se oía de todo. Así que me levanté dispuesto a ascender a uno de los picos más altos de Malawi, a pie. Es un paraje montañoso rodeado de cataratas, lagos y toda clase de especies vegetales. Había escuchado que era un bonito ascenso así que me propuse hacerlo y entrevistar a unas cuantas personas allí arriba.

Empecé motivado. Acabé derrotado.

A veces me pregunto qué es lo que encuentra el hombre de fascinante en los deportes como éste. Resulta que hay un camino que se puede hacer perfectamente en coche, en autobús o caballo, yo que sé, en cualquier otro medio que no suponga ningún esfuerzo. Pero no, el hombre decide (yo decido) hacerlo andando, sudar, sufrir, cansarse, y por fin coronar la cima. Supongo que en toda subida de montaña hay siempre algo de espiritual: es una ascenso personal en todos los sentidos; nos gusta sabernos fuertes y sanos (aunque la realidad es que no lo estemos), nos gusta llegar al punto más alto, ser los más altos, contemplar el mundo desde otra perspectiva, caminar solos por un sendero silencioso, sosegado y fresco, y pensar un poco en cosas que en nuestro caminar diario no podemos paramos a pensar… y por fin, arriba en el albergue, te espera tu recompensa, el descanso merecido, la medalla al campeón. En mi caso, una botella de agua, de plástico, en un hotel de lujo. Lo suficiente para relajarme por unos segundos antes de continuar la marcha. Simbólicamente, el ascenso de montaña es algo metafísico, mucho más trascendente de lo que yo pueda transmitir con tan parcas palabras.

Mi intención ahora es moverme por la cima y entrevistar a algún aldeano y a alguien del servicio del hotel, para ver qué tipo de gente viene por aquí. Aprovecharé para pasar una mañana respirando aire fresco y bañándome en alguna que otra catarata de las que tengo entendido que hay por aquí. Creo que hoy no voy a poder evitar tener que hacer alguna que otra foto de paisajes.

Mañana me mudo. Me voy a Blantyre, el centro económico de Malawi. Una pena, ahora que empezaba a cogerle el gusto a esta ciudad. Hasta me estaba cayendo en gracia este modesto pero confortable motelillo… Pero así ha sido desde que llegué. En cuanto me acomodo, me hago a la ciudad y a su gente, le cojo las medidas y me estabilizo, y sobre todo cuando ya tengo la habitación lo suficientemente desordenada como para sentir que es mía y sólo mía… justo ahí, ¡cambio de planes!, a empezar de nuevo en otro sitio que no conozco y con gente que no sé cómo va a reaccionar ante mi propuesta de trabajo.

Veamos pues que tal me va en Blantyre. Veamos qué historia tienen ellos que contarme.